viernes, 29 de noviembre de 2013

Aprendiendo a rodar - Mi primera bici


Desde mi coche de bebé, la moto de mi papá, unos patines, chivas rumberas, una patineta y hasta el carro que hoy día conseguí, todos ellos me dejaron los mejores recuerdos y, obviamente, un golpecito, una cicatriz o mi nariz respingada forzosamente que no me deja olvidarlos. Sin embargo esa atención y cariño que recibía en mi humilde cochecito, la adrenalina que me producía esa moto inmensa de 150 centimetrotes cúbicos, la practicidad de los patines, la diversión que se encuentra en una chiva rumbera (y ... confiésome, una vez tuve una hidratación similar en las cantidades responsablemente justas) o la comodidad de mi tremendo e incomparable Corsa, todo eso junto sólo lo he podido encontrar en la bicicleta.

Si mi memoria no me traiciona de nuevo, eran casi los 90's (¡juemadre! mucho tiempo) cuando recibí mi primera bicicleta propia. Como era de esperarse, para mi edad en ese entonces, mis papás no podían exagerar mucho en la talla de la bici y me consiguieron una normalita, no muy alta. Tal vez era más bien pequeña. No, en realidad muy pequeña. Claro que en la actualidad y ya tan grande como soy, han cambiado mucho las cosas y ahora ya uso bicis tamaño... bogotano promedio. Digamos que dentro de mis expectativas nunca ha estado el estar muy lejos del suelo así que concluyamos que mis bicis han sido de una altura ideal para mí y con eso cierro este incómodo tema del tamaño. He dicho.

Negrita, chiquita y pesada como ella sola, así era mi bici. Pero la característica principal era la tremenda tecnología que tenían las llantas. Eran de pasta, una pasta durísima, la última maravilla. "Sólo se pinchaban con espinas extremadamente grandes" o eso le decía a mis amigos presumiendo un poquillo. Obvio, eso sólo la hacía más pesada, más difícil de maniobrar, les otorgaba una capacidad pro-deslizante buenísima cero fricción y lo mejor: sin frenos para que pudiera ir más rápido, cosa que se vio reflejada a lo largo del tiempo en mis manos y rodillas. Pero bueno, desde allí aprendí a caer y dependiendo del caso, a modular el volumen de mi llanto voz, por si estaba muy lejos mi santa madre. Es que si no estaba, ni para qué lloraba.

Ir más rápido que otros y más lejos que la mayoría siempre ha sido un reto interno conmigo mismo, y mi bici "ligth" me ofrecía la posibilidad de hacerlo. Sólo había que pedalear y disponerse a recibir el aire en la cara gracias a toda la velocidad que se pudiera alcanzar en el patio de mi casa. Pero ese patio era infinito; y si conseguía dar la vuelta sin bajar los piés a la tierra lograba hacerlo doblemente infinito; y si conseguía repetirlo en la siguiente esquina, la infinita en este caso era la alegría ... claro, todo hasta que me sobrepasaba alguno de mis hermanos mayores con llantas más grandes, sin las manos en el manubrio y obviamente sin rueditas auxiliares. Qué tristeza me daba lo relativo de lo infinito.

A mi bici se le podían amarrar cuerdas para arrastrar toda clase de muñecos, se le podían adaptar pitos, alas, armas y espejos de madera, turbinas, parrillas, alforjas, canastas, pasajeros de peluche, remolques de carga y, si después de eso lograba hacerla rodar, era el recorrido de 5 metros más duro, placentero y emocionante que podía soñar. Nunca me faltó nada, todos los momentos "a bordo" de mi bici eran los mejores.

Con el paso de los años, volviéndome si no más grande, sí mayor, mi humilde cola se fue sentando en todo tipo de sillines de otras bicis que tristemente por una razón u otra, he tenido que dejar atrás. Esa negrita chiquita la regalamos después de que se "pinchó", obviamente con una espina muy grande y puntiaguda; una monareta que me había sobrepasado velozmente en el patio meses atrás y que también regalamos; una "cross" amarilla que nos llevó a mí y a cada uno de mis hermanos, incluso a hacer domicilios y que nos robaron del frente de la casa; la "turismera" azul de mis papás que cargaba desde bultos de papa hasta a mí y a mis hermanos (¡al tiempo!) desde el jardín infantil hasta la escuela... esa creo que la vendimos; mi bici todoterreno aguamarina con "cachitos" en el manubrio que de nuevo me robaron; la blanca buenísima que me prestó uno de mis hermanos para recorrer media Colombia y que ... si, también me la robaron ¡Dios mío, qué retrospectiva tan cruel! Así, luego de un periodo de tiempo con bicis prestadas para viajar, ir a la U, hacer mandados, "dominguear" entre otros planes, compré mi bici plegable que, ahora que lo pienso bien, es extraño que me haya durado tanto. Esa es la de ahorita, esa es la que me lleva, me trae, aguanta mis caminos mojados o secos; la que me llena de satisfacción cuando me lleva por el medio del trancón y más allá; la que extraño cuando voy manejando mi tremendo e incomparable Corsa; la que me ha salvado de llegar tarde a reuniones; la que me ayuda a llegar con aire en la camiseta a la oficina y me espera pacientemente toda la jornada para tranquilizarme, relajarme y divertirme en el camino de regreso. La que me recuerda que me debo cuidar, que debo respirar, que debo estar pendiente de todo, la que me da libertad, la que salta, la que es más rápida que otras miles que sobrepaso en la cicloruta... Nada como mi bici.

No tengo fotos de mi bici negrita, pero este
tractorcito se le parece, sobre todo en las llantas.

Claramente no puedo decir que he probado todos los medios de transporte que ruedan, aún me falta la limosina que me quedaron debiendo en mis 15's, un monociclo, balineras, silla de ruedas (peeero, ese no lo espero mucho) entre otros. Sin embargo, con toda seguridad y con la sonrisa más grande sí que puedo decir que desde que tuve la oportunidad de dar el primer pedalazo en esa bici negrita que me llevó a todos los lugares que mi imaginación de niño me pedía sin quejarse, que he montado y disfrutado del único medio de transporte que sin importar su tamaño, forma o color usa sus ruedas para llevar a su dueño al lugar que desee ...

¡La única que usa sus ruedas para volar!

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